La comunicación como herramienta de un engaño que funciona, pero cada vez menos
- Simon Telechea
- hace 12 minutos
- 3 Min. de lectura

Se intensifican las críticas a los medios de comunicación por difundir datos oficiales que, según muchos lectores, no reflejan el bienestar económico real del país. Los cuestionamientos apuntan a una posible complicidad entre los medios y los gobiernos de turno, a quienes se acusa de encubrir la mala situación económica que atraviesa el ciudadano común.
El eje central de la discusión pasa por los números de la inflación y de la pobreza. Se trata de dos mediciones que, para una parte de la sociedad, carecen de veracidad o resultan contradictorias con la experiencia cotidiana, especialmente en el contexto actual.
“Javier Milei bajó la pobreza” es una de las frases que se debate con mayor intensidad en las redes sociales. Del mismo modo, el dato de una inflación en torno al 2% mensual despierta adhesiones y rechazos, generando fuertes pasiones en las plataformas digitales.
Frente a estos números, muchos sostienen que la información puede —y debe— contrastarse con la realidad diaria de cada barrio. El precio de los alimentos, los servicios y el costo de vida funcionan como una medición empírica, directa y palpable. Es algo que se ve y se siente todos los días.
En este escenario, la certeza de la información suele quedar en un segundo plano frente a la pertenencia ideológica. No es un fenómeno nuevo: ocurrió antes y continúa ocurriendo ahora. La interpretación de los datos económicos, más que una cuestión técnica, se ha convertido en un terreno de disputa política y simbólica.
En los últimos años, los llamados outsiders consolidaron una estrategia de comunicación directa, veloz y altamente emocional que evita a los medios tradicionales y prioriza el uso intensivo de las redes sociales. Mensajes breves, tono coloquial —muchas veces confrontativo— y una apelación constante a las emociones desplazan a la corrección técnica y al lenguaje institucional. Figuras como Donald Trump, Javier Milei y Nayib Bukele fueron claves en la consolidación de este modelo comunicacional.
Las plataformas digitales reemplazaron a la agenda mediática tradicional. Videos cortos, transmisiones en vivo y la viralidad impulsada por algoritmos marcan el ritmo del debate público. La narrativa suele apoyarse en una lógica de “nosotros contra ellos”, que busca construir identidad y lealtad antes que consenso. A esto se suman los podcasts y formatos de streaming —popularizados por referentes como Joe Rogan— que amplían el alcance del mensaje sin límites de tiempo ni filtros editoriales.
Este esquema ya es global y plantea un desafío profundo tanto para la política como para los medios tradicionales: en un entorno saturado de información, captar la atención y generar conexión emocional se vuelve clave para disputar poder.
Sin embargo, surge una pregunta central: ¿qué comunican realmente los líderes actuales? ¿Son creíbles por lo que dicen o por la forma en que lo dicen?
Hoy, gran parte de la población cuenta con mayor acceso a la información y a múltiples herramientas para chequear la veracidad de los discursos políticos. Pero información no es sinónimo de verificación. La abundancia de datos convive con la falta de tiempo y energía para contrastarlos. En contextos de sobrecarga informativa, muchos consumidores se quedan con titulares, clips o frases que confirman creencias previas.
A esto se suma otro obstáculo clave: la emoción suele imponerse al dato. Los relatos irreales tienden a ser simples, contundentes y emocionalmente potentes. El enojo, el miedo o la esperanza generan más adhesión que una explicación compleja, incluso cuando esa explicación es verdadera.
Uno de los “logros” —y a la vez riesgos— de la política contemporánea es la llamada comunicación identitaria. Hoy no siempre se comunica para convencer, sino para pertenecer. Si un relato refuerza la identidad del “nosotros”, su veracidad pasa a un segundo plano frente a su utilidad simbólica. Las plataformas amplifican aquello que provoca reacción, no necesariamente lo que es más verdadero. Así, un mensaje exagerado o directamente falso puede circular mucho más que una corrección bien fundamentada.
No obstante, este estilo de comunicación también tiene límites claros, especialmente en lo que respecta a la duración del engaño:
Los relatos irreales se desgastan con mayor rapidez.
Las contradicciones quedan registradas y pueden reaparecer en cualquier momento.
La credibilidad se ha convertido en un capital extremadamente frágil: puede ganarse rápido, pero también perderse en muy poco tiempo.
En un escenario donde la atención es poder, el desafío ya no es solo comunicar más fuerte, sino sostener lo que se dice cuando el efecto emocional comienza a disiparse.
Por Simon Telechea










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